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ISSN: 2709-4502
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Bicentenario de la Independencia 1821-1824: Procesos sociales y epidemias para la institución escolar

Bicentennial of Independence 1821-1824: Social processes and epidemics for the school institution

Bicentenário da Independência 1821-1824: Processos sociais e epidemias para a instituição escolar


Salud y enfermedad durante la guerra de independencia peruana, 1821-1826

Llevo ya más de dos meses en esta ciudad [de Lima], y todo el tiempo he gozado de buena salud. Estoy inclinado a pensar, que este clima es mejor de lo que esperaba pues había oído varias historias sobre él […] (Thompson, 1971, p. 9).

INTRODUCCIÓN

En 1823 el cirujano, botánico y naturalista francés René Primevere Lesson visitó las tierras del norte peruano, específicamente la ciudad de Paita, cuyas impresiones fueron anotadas en su Voyage autor du monde entrepris par ordre du Goubernement sur la Corvette La Coquille (París, 1838-1839, 2 vols.). Entre sus testimonios podemos encontrar relatos sobre la vida cotidiana paiteña, así como la medicina tradicional y supersticiones locales entorno a la salud. Sin embargo, al viajero le llamó especial atención la “gran repugnancia por la vacuna” que sienten los naturales, a pesar de que “La viruela [..] hace estragos tanto más grandes entre los niños” (Lesson, 1971, p. 394), y a riendas de la eficiencia de la inoculación. Medio siglo después, en 1873, en una disertación ofrecida por Enrique Elmore en Universidad de San Marcos, el ponente puso en discusión el alto rechazo de parte de la población peruana hacia la inoculación antivariólica, lo que había sido una de las causas de la reaparición recurrente de la viruela en forma epidémica, tanto en la capital como en el interior del país. Al respecto, Elmore (1873) señaló que:

gracias a los progresos increíbles de la medicina, la posibilidad de salvar á una población entera del contagio varioloso, es una verdad evidente. [...] Pero lo sensible, lo que debe condenarse sin piedad y sin atenuación es la incuria de las poblaciones actuales para asegurar a las futuras generaciones este beneficio inmenso. Y no se diga que es impracticable la vacunación de todos los nacidos por imposibilidad material o por miseria, porque el precio es mínimo, y la operación tan rápida y tan sencilla […]. La negligencia […] sostiene las epidemias, las propaga y las extiende, y hace víctimas de una cruel enfermedad á los antiguos vacunados […]. El celo de la administración y de los médicos siempre se estrellará contra el indiferentismo de unos pocos […] (pp. 39-40).

La tendencia contra la vacuna continuó, a pesar que desde 1896 se hizo obligatoria la vacunación y en 1908 un reglamento estableció una multa a los padres, tutores o patrones que se resistieran a la vacunación de sus hijos y empleados. En Puno, por ejemplo, a inicios del siglo XX, los curanderos y numerosos pobladores desconfiaban de la vacuna antivariólica por diversas razones, pues consideraban que podía transmitir otras enfermedades como la sífilis, lo cual en cierta medida era cierto; además, algunos temían que los registros que se llevaban con la vacunación estuvieran encaminados a crear nuevos impuestos sobre la población. Así, los curanderos preferían prevenir la enfermedad con la ingestión de las costras de los enfermos de viruela y usaban como tratamiento un zumo preparado con el excremento de las vacas (Cueto, 2020, p. 120).

Hoy, en plena pandemia del Covid-19 y con los veloces avances de la ciencia médica, los comentarios de Lesson, Elmore o la reacción de la población puneña nos parecen casi coetáneos a nuestra realidad, cuando deberían estar ya superados. Según una encuesta nacional urbana de El Comercio-IPSOS (2021) un 39% de entrevistados dijo que, si mañana le tocará el turno para vacunarse contra el nuevo coronavirus, no lo harían. Incluso, existen peligrosos grupos antivacunas, como la Organización Mundial por la Vida (OMV), creada en el 2020, con presencia en 12 países, que difunde teorías de la conspiración sobre el origen de la pandemia y busca desacreditar el proceso de vacunación, cuyo brazo en Perú ha difundido la idea de que la pandemia del Covid-19 es una “manipulación mundial” (Ccoillo, 2021). En otros casos, campañas mediáticas contra una u otra marca de vacuna, como Pfizer o Sinopharm, han ocasionado vacunatorios vacíos o retrasos en la inoculación. Aunque ha ido disminuyendo, este lamentable panorama se debe principalmente a la desinformación y los llamados fake news¸ además de la falta de políticas públicas que masifiquen los avances científicos en materia de salud, tal como sucedió con los pobladores de Paita para 1823 o los de Puno de inicios del siglo XX, por ejemplo. 

La presente investigación surge en este contexto de pandemia. Si bien tenemos como objetivo principal analizar el tratamiento de la salud y enfermedad durante la guerra de independencia peruana, no buscamos ofrecer únicamente un panorama académico. Urge también hacer un llamado de atención hacia la generación presente en base a consideraciones históricas, las cuales complementen las científicas. En otras palabras, trabajos como el nuestro ayudan a vislumbrar que las actitudes antivacunas siempre han existido y han demostrado ser un factor de retroceso y no de progreso entre la población, y que solo podremos superar al Covid-19 o a cualquier otra enfermedad que surja en el camino de la historia humana de una forma: juntos e informados.

 Nuestra investigación ha empleado como principales fuentes de información tres tipos de documentos. Primero, los relatos de los viajeros que visitaron el Perú entre 1805 y 1825, entre los que resalta el estadounidense Amasa Delano, el francés René Primevere Lesson, los británicos Robert Proctor y Alexander Caldcleugh, el marino inglés Gilbert F. Mathison, entre otros. Sea cual fuese el motivo del viaje, estos personajes solían gustar de compartir sus experiencias a través de la publicación de voluminosos textos, editados generalmente en la tierra natal, donde el autor narraba sus impresiones acerca de los lugares, personas y costumbres que observaron. Segundo, las publicaciones periódicas, principalmente la Gaceta del Gobierno, editada en Lima y luego en Trujillo entre 1821 y 1826, la cual fungió como órgano oficial del Estado peruano. Sus páginas insertaron diversos decretos y reglamentos que permiten conocer las políticas públicas en beneficio de salubridad y el control de las epidemias. Tercero, diversos folletos impresos de la época, siendo el más resaltante la Memoria sobre las enfermedades epidémicas que se padecieron en Lima el año de 1821 estando sitiada por el Ejército Libertador de José Manuel Valdés, el cual ofrece un detallado panorama de la enfermedad durante el primer año de la guerra de independencia del Perú. Todos estos documentos han sido complementados con bibliografía especializada, tanto de parte de los clásicos peruanos del siglo XIX y XX como de las más recientes publicaciones, muchas de ellas surgidas en este contexto del Covid-19 e influenciadas por ello. Resalto los trabajos de Cueto (2020), Velásquez (2020), Salaverry (2006), Lossio (2003; 2001), Pamo (1997; 2009), Lastres (1951), Valdizán (1911), entre otros.

 Hemos considerado dividir nuestra exposición 3 capítulos. El primer acápite, titulado Del Virreinato a la República del Perú: Legados entorno a la salud, higiene y la educación médica¸ resume algunos aspectos previos a la guerra de independencia sobre dichos ejes, como la llegada a desde España a Lima de la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, con la cual comenzó un largo recorrido que buscó erradicar de nuestro país la mortal viruela, presente desde la llegada del Viejo Mundo al Nuevo Mundo; la higienización de la ciudad limeña llevada a cabo durante el gobierno del virrey José Fernando de Abascal, que si bien representó un importante hito, algunas actitudes insalubres continuaron ejerciéndose entre los pobladores; y la creación de la Colegio de Medicina de San Fernando, impulsado el médico y naturalista Hipólito Unanue. 

El segundo capítulo, Salud y enfermedad durante la guerra de independencia peruana, 1821-1826, es el más denso de nuestro trabajo. Se estudia las consecuencias en materia de salud que trajo el cerco de Lima, encabezado por el Ejército Libertador de San Martín en la primera mitad de 1820; las principales enfermedades y epidemias desarrolladas durante los años de la guerra, además de los procedimientos estandarizados de tratamiento, tanto desde el bando patriota como realista; un breve repaso sobre la medicina tradicional y las supersticiones entorno a las enfermedades, principalmente desde el caso de Paita; la respuesta del Estado para combatir las epidemias e higienizar la ciudad; y un breve estudio sobre cómo el Segundo Sitio del Callao, encabezado por el realista José Ramón Rodil, se transformó en toda una vorágine epidémica para los sitiados y refugiados. 

Finalmente, el tercer apartado, Participación de los profesionales de la salud en la guerra de independencia peruana, realiza un breve esbozo sobre los médicos, cirujanos y farmacéuticos partícipes de tan importante etapa en la historia del Perú, para luego abordar el caso del médico afroperuano José Manuel Valdés, cuya Memoria resultó ser uno de los testimonios más ricos para comprender el estado de la salud y la enfermedad en Lima para dichos años, así como los tratamientos populares y los científicos. 

Del Virreinato a la República del Perú: Legados entorno a la salud, higiene y la educación médica

Tres importantes legados dejaron la administración del Virreinato a la República del Perú en relación a la salud, higiene y la educación médica. Primero, la vacuna contra la viruela, la cual llegó a Lima a inicios del siglo XIX de la mano de la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, formada por orden de la Corona española. Segundo, la higienización de Lima, impulsada por el virrey José Fernando de Abascal, lo cual se concretizó con el aseo de las calles, el curso libre y expedito de las aguas y acequias, la construcción del Cementerio General de Lima, entre otras. Y tercero, la fundación del Colegio de Medicina de San Fernando, la cual modernizó la enseñanza médica en Lima, proceso que venía dándose desde la creación del Anfiteatro Anatómico y las Conferencias Clínicas de finales del siglo XVIII. Todas estas medidas formaron parte del interés de un Estado borbónico que abogó en las últimas décadas de la colonia por la modernización de sus territorios.

Real Expedición Filantrópica de la Vacuna 

La viruela tuvo presencia en nuestro país desde la llegada de los europeos al Nuevo Mundo, siendo responsable de la muerte de al menos de un tercio de la población andina a lo largo del siglo XVI ante la inexistencia de una inmunidad. Las respuestas científicas para controlar esta y otras enfermedades hasta fines del siglo XVIII combinaron lo científico con lo especulativo, aplicándose las tesis hipocráticas que venían desde la antigua Grecia. Según estas tesis, las enfermedades eran consecuencia del desequilibrio de los humores o líquidos que componían el cuerpo humano: bilis negra, bilis amarilla, flema y sangre; así, la salud dependía del equilibrio de estos, el cual se podía romper por el exceso de bebida y comida o cambios de clima, tratándose las enfermedades con sangrías o soluciones vomitivas (Lossio, 2021, p. 53). Resultado del trauma histórico que significó para la población andina la viruela, se desarrollaron ciertas actitudes preventivas. Por ejemplo, el viajero estadounidense Delano (1971, pp. 35-36), cuyo paso por el Perú sucedió entre 1805 y 1806, describe que cuando los indígenas sienten los más ligeros síntomas, se aíslan inmediatamente, huyendo hacia las montañas, permaneciendo ahí hasta que se persuaden que la enfermedad se ha apaciguado. 

A partir de creación de la vacuna antivariólica en 1796 por el médico inglés Edward Jenner, la viruela inició una larga pero exitosa contención a nivel mundial. Sobre este importante invento que fue la vacuna antivariólica, existieron motivadores comentarios en suelo peruano. Por ejemplo, Hipólito Unanue señaló lo siguiente en un discurso ofrecido el 8 de noviembre de 1806 en la Universidad de San Marcos:

En la propia isla donde está abierta la caja de Pandora, que infesta el Universo, ha revelado el feliz preservativo de la viruela […]. Tributemos elogios inmortales al Dr. Jenner, á cuyas manos confió la Providencia soberana tan venturoso descubrimiento. Ya puede, Europa, consolarte en tus desastres (Arias, 1974, t. I, vol. 1, p. 497).

Por su parte, en el Almanaque o Guía de Forasteros para el año de 1803, editado por el cosmógrafo mayor del virreinato el doctor Moreno (1803), se comentó sobre la vacuna en los siguientes términos: 

Así, la existencia de las viruelas […] retrocederá hasta la aurora del reyno animal, permaneciendo infecundas sus semillas […] Disposiciones que no tenía el hombre en los siglos remotos, como lo testifica el silencio de los Autores antiguos sobre esta enfermedad. Acaso tampoco habría la de la viruela vacuna, descubierta poco ha, y que trasplantada al hombre lo libra de la natural con la misma certidumbre que la inoculación de esta […] (Moreno, 1803, s.p.).

La Corona española ordenó que se propalara la vacuna por todos sus territorios, formando para ello en 1802 la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, dirigida por los médicos Francisco Xavier Balmis y José Salvani. Como reconoce Lossio (2021), esta fue una de las expediciones sanitarias más significativas de la historia y, si bien duró desde 1803 hasta 1810, sus impactos fueron bastante más prolongados (p. 56). La Real Expedición partió de Coruña en 1803, arribando a Puerto Cabello en Venezuela en 1804, llegando la vacuna a Lima en 1805, siendo virrey del Perú Gabriel de Avilés y del Fierro, en cuya memoria se anotó los acontecimientos respecto al “descubrimiento de tan admirable invento” (Romero, 1901, p.36). Además de la vacuna, esta expedición trajo 500 ejemplares del libro Tratado histórico y práctico de la vacuna de Moreau de Sarthe, traducido por Francisco Xavier de Balmis y publicado en Madrid en 1803, para repartirlo entre las colonias españolas; así, letra y vacuna, conocimiento teórico y aplicación práctica, fueron conjugadas (Velásquez, 2020, p. 39).  

Sin embargo, existieron importantes obstáculos para el transporte e inoculación. Primero, al no existir tecnologías de refrigeración que permitieran mantener fresco el fluido vacuno, se optó por emplear a cierto número de niños expósitos no inmunes, a quienes se le inoculaba y al cabo de doce días se extraía el mismo para inocularlo a otro niño, hasta llegar a América (Velásquez, 2020, p. 39; Lossio, 2021, p. 56;). Ya en Lima, por decreto del 1 de julio de 1806 Abascal creó la Junta Conservadora del Fluido Vacuno. Su presidente fue el mismo virrey, siendo su copresidente el arzobispo (Lastres, 1951, p. 28). La Junta celebró sesiones entre el 3 de setiembre de 1806 y el 19 de mayo de 1820 (Olaechea, 1933, p. 60). Segundo, al ser toda una novedad, el acto de inoculación del fluido vacuno fue disputado entre los médicos españoles y los peruanos por el deseo de reconocimiento, lo que entorpeció el proceso (Lossio, 2003, p. 53). Tercero, y el factor más importante, fue que la inoculación de la vacuna fue rechazada por un importante sector de los habitantes americanos, algo que incluso se mantiene hasta nuestros días, lamentablemente, aunque con características distintas. Los médicos José Manuel Dávalos y Félix Devoti expusieron cifras desalentadoras: en dos meses de 1811, solo se habían vacunado 142 personas (Velásquez, 2020, p. 40). Otro ejemplo lo ofrece el viajero francés René Primevere Lesson (1971), quien visitó el Perú en 1823, señaló lo siguiente sobre la vacuna en Piura: 

La viruela de la gente de la región [de Piura] hace estragos tanto más grandes entre los niños, cuanto que los naturales sienten gran repugnancia por la vacuna: ese preservativo no es empleado sino en las grandes ciudades, y sólo por los descendientes de europeos (p. 394).

Como ha sintetizado Lossio (2003), la negativa de la población a recibir la inoculación pudo atribuirse a diversas razones: lo doloroso del procedimiento por el tipo de aguja que se utilizaba en ese entonces; el rumor que empezó a circular según el cual las vacunaciones transmitían la sífilis; la irregular efectividad de las vacunaciones, que obligaba a los médicos a recurrir a las revacunaciones; el poco reconocimiento que se tenía en vastos sectores de la sociedad hacia la ciencia médica occidental; y la existencia de múltiples culturas y formas de entender la salud, pues, por ejemplo, desde el punto de vista de los médicos, el rechazo a la vacuna obedecía a la ignorancia del pueblo.

A inicios de la República, la inoculación de la vacuna a los habitantes del territorio fue encargada a los curas, tenientes curas y a los miembros de los conventos de regulares designados por sus prelados. Como reconoce Lossio (2003), esto se debió principalmente a la escasez de profesionales en salud, es decir, médicos y enfermeros, especialmente en el interior del país, lo que obligó a las autoridades a recurrir a los párrocos para realizar las inoculaciones. En perspectiva, el desvincular al Estado del cuidado de la vacuna implicó un retroceso en el proyecto de institucionalización de la salud pública emprendido por el Estado Borbónico a inicios del siglo XIX. La medida fue oficializada por decreto del 16 de febrero de 1822 del supremo delegado Torre Tagle (1822), medida que tenía como objetivo luchar contra “la plaga terrible de las viruelas” (p. 2). Según la disposición, todos los curas, antes de salir a sus curatos, debían de presentarse al protomédico Miguel Tafur, de quien recibirían el fluido vacuno, acto que era constatado en un certificado. En seguida, debían recurrir al ministro de Estado para recoger el número de vacunas que necesitasen, según la extensión de sus parroquias, además de capacitarse en el método de aplicarlas. Cada mes darían razón a las autoridades departamentales del número de niños vacunados, para que aquellos remitan la información al ministerio de Estado. Además, el decreto creaba el cargo de Inspector de Vacuna, el cual apoyaría a los párrocos en dicha tarea (Tagle, 1822, p. 2). El señalado decreto de Torre Tagle parece que rigió hasta el 27 de noviembre de 1847, fecha en que durante la presidencia de Ramón Castilla (1847) se publicó una ley que autorizaba al Ejecutivo la facultad de establecer en cada capital de departamento uno o dos vacunadores ambulantes que propagasen el fluido vacuno (p. 190). 

La higienización de Lima, 1806-1826

A finales del siglo XVIII e inicios del XIX, la ciudad de Lima afrontó serios problemas en temas de salubridad e higiene pública, lo cual se manifestaba no solo en la incomodidad que generaba entre los vecinos del cercado, sino también en la propagación de diversas enfermedades en la población. En un oficio fechado en 31 de marzo de 1808, el virrey Abascal se refirió al calamitoso estado en que había encontrado Lima a su llegada en 1806:   

Hallábase, a mi ingreso, toda cubierta de inundaciones, pantanos y estercoleros y sus iglesias respirando un hedor intolerable: todo lo cual formaba un manantial pestilente, que la hacía muy enfermiza principalmente en otoño. Por estas causas se hallaba expuesta a su población a quedar arruinada […] (pp. 207208).

Para remediar tan grande mal, el gobierno de Abascal implementó una serie de medidas ilustradas que buscaron impulsar la higienización de la ciudad, propias del reformismo borbónico. Por ejemplo, se dio aseo a las calles de Lima y curso libre y expedito a sus aguas y acequias. Sin embargo, a pesar de las labores de higienización, las inadecuadas condiciones de salubridad de Lima persistieron. Como ha argumentado Lossio (2003), además de la escasez de agua potable en algunos barrios de la ciudad, un elemento central fue la falta de interés de ciertos sectores de la población que se negaban a modificar ciertos hábitos higiénicos considerados perjudiciales para la salud pública; así, frente al problema de la contaminación, no todos participaron de la misma manera y solo algunos entendieron la importancia de actuar responsablemente (p.55).

Asimismo, se construyó extramuros alrededor de la Portada de Maravillas, un suntuoso y bien arreglado cementerio, el Cementerio General de Lima, adonde se condujeron los cadáveres, anteriormente enterrados en las criptas o catacumbas cercanas a las iglesias (Abascal, 1872, p. 208). Para Velásquez (2020), el Cementerio dividió tajantemente el espacio de los vivos y el lugar de los muertos, y contribuyó a eliminar la perpetuación de las desigualdades sociales después de la muerte, pues no todos tenían los recursos económicos para enterrar a sus fallecidos cerca de algún convento, (p. 26). Sobre el Cementerio, Unanue (1808), en su Descripción del Cementerio General, señaló la importancia de dicho establecimiento en relación a la sepultura de muertos en la capital: 

No sean más nuestros templos, y hospitales los palacios de la muerte. […] A la sombra de los álamos, y cipreses, y entre los fragantes mirtos, y romeros reposarán aquí nuestros despojos, haciendo gratas las mansiones, hasta ahora funestas, de los muertos (s.p.).

Su inauguración se realizó un 31 de mayo de 1808 en presencia de vecinos, autoridades políticas y religiosas, y el virrey Abascal en nombre del Rey de la Corona Española. A nivel arquitectónico, en su tiempo, el Cementerio fue una de las más grandes obras de la capital, una construcción en la cual podían encontrarse capillas, jardines, calles y edificios (Lossio, 2003, p. 50). Unanue (1808) fue uno de los primeros en describir el entorno y los elementos constructivos del Cementerio, donde sobresalía una antigua capilla, la cual fue demolida en la década de 1930 para dar paso al Templete del Cristo Yacente. En esta capilla resaltaba la presencia de dos estatuas dedicadas a Adán y Eva sobre el sotabanco de las pilastras, y en su fachada la presencia de una lápida con la siguiente inscripción: “Esperamos al Salvador N. S. J. C, el cual reformará nuestro cuerpo abatido: Para hacerlo conforme a su cuerpo glorioso” (Unanue, 1808). Actualmente el Cementerio es conocido con el nombre de Cementerio Presbítero Matías Maestro, en honor a su diseñador, el sacerdote español Matías Maestro Alegría. 

Estas medidas en favor de la higienización no fueron igualadas sino hasta 1826, año en que el presidente del Consejo de Gobierno Andrés de Santa Cruz (1826) decretó la creación de Juntas de Sanidad en todo el Perú, siendo la primera ley sanitaria en la historia de la República (pp.2-9). Entre sus atribuciones estaban: proponer al gobierno las medidas que se crea oportunas para prevenir o atajar el contagio; prescribir las reglas que dicten los conocimientos médicos a fin de mantener la higiene pública; aprobar o reprobar el uso de medicamentos, sean producidos dentro o fuera del territorio, sin cuya aprobación no podrán venderse ni usarse; conservar el fluido vacuno; nombrar médicos, farmacéuticos o vecinos para ejercer funciones en las Juntas; entre otras atribuciones (Santa Cruz, 1826, pp. 4-5). Este reglamento de sanidad tuvo vigencia hasta 1887, año en que la Facultad de Medicina formuló uno nuevo. 

El decreto de Santa Cruz contuvo algunas prohibiciones a fin de procurar la higiene pública. Por ejemplo, se señala la importancia de la limpieza de acequias, letrinas y muladares, los cuales tendían a acumular inmundicias; prohibió el empleo de vasijas de cobre sin estañar, objetos que podían resultar en intoxicación; ordenó que los agentes de policía maten a los perros callejeros que sufran de sarna o rabia; dictaminó que los que tengan enfermedades contagiosas asistan a los hospitales, además de poder denunciar los casos que puedan derivar en pestes o epidemias; se prohibió en el teatro la presencia de “monstruos” o escenas horribles que puedan perjudicar a mujeres embarazadas, entre otras medidas.

En relación a las embarcaciones llegadas desde puertos en donde se haya informado de enfermedades contagiosas, éstas deberán aguardar en las costas para pasar por una exhaustiva evaluación de sanidad. En caso de que algún tripulante esté enfermo, debía ser remitido al lazareto local para su debida cuarentena. Además, de ser imposible aplicar una fumigación, todo barril de harina, carnes o comestibles en general serán arrojados al agua, sin abrirlos y las cartas se picarán.

El buque también permanecería en cuarentena. De no cumplirse dichos procedimientos, la autoridad estaba facultada de aplicar diversas multas (Santa Cruz, 1826, pp. 5-7).

Real Colegio de Medicina y Cirugía de San Fernando 

Desde el siglo XVI, la enseñanza de la medicina en el Virreinato del Perú se caracterizó por su carácter escolástico, en donde los conocimientos de la razón mantenían una clara subordinación hacia la fe. Además, no existía un centro especializado en la educación médica, formando únicamente parte de las cátedras de la Universidad de San Marcos. Como señala Oswaldo Salaverry (2006, p. 122), aunque con interrupciones y no siendo siempre efectivamente dictadas, estas cátedras fueron la base académica para la formación de médicos, cirujanos y otras profesiones sanitarias como los boticarios, hasta las postrimerías del periodo virreinal. Sin embargo, en el siglo XVIII se comenzaron a escuchar las primeras propuestas de una reforma necesaria en favor de la modernización de la enseñanza médica, teniendo como principal influencia el pensamiento ilustrado europeo, en donde se estaban dando nuevos y reveladores alcances en la medicina.

El ya mencionado Hipólito Unanue y Pavón fue una de las voces más representativas dentro de estos pedidos por aquella necesaria modernización, y logró iniciarla con la creación del Anfiteatro Anatómico en 1792 en el Hospital de San Andrés, que estaba innegablemente ligado a la cátedra de Anatomía de la Universidad de San Marcos de la que Unanue se hacía cargo. Este hito fue secundado con la inauguración de las Conferencias Clínicas de Unanue en 1794, en donde una vez por semana se reunían profesores de medicina y cirugía, también en el Hospital de San Andrés, para discutir la historia de las enfermedades, su observación científica y los procedimientos curativos. Lamentablemente, el Anfiteatro Anatómico y las Conferencias Clínicas no eran suficientes para llevar a cabo el plan reformador necesario para modernizar la medicina en el Perú. Urgía la creación de un Colegio de Medicina, y esta medida no se daría sino hasta 1811.

En 1807 Unanue (1974) elevó un memorial al virrey José Fernando de Abascal, solicitando la erección de un colegio de medicina en la capital, en el cual también se enseñaría química y botánica. Si bien existían cátedras destinadas a medicina en la Universidad de San Marcos, no eran lo suficiente para cimentar en los estudiantes los profundos principios de dichos rubros del conocimiento (pp. 259-264). Además, la epidemia de viruela de 1802, la de rabia en 1807 y la llegada de la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna a Lima hicieron notorio la necesidad de profesionales especializados en medicina. Tal situación también fue resaltada por el mismo virrey Abascal (1872) a su llegada a la capital en 1806, anotando sobre “el estado de abandono en el que se halla en este reino la Medicina y sus ciencias auxiliares” (p. 208). Entre otras razones para la creación de un colegio de medicina, estuvieron el éxito que significó la política de saneamiento e higienización de la ciudad de Lima, encabezada por Abacal, la cual solo podía mantenerse en el tiempo con la presencia de profesionales en medicina. 

En un primer momento, el virrey Abascal proyectó la erección del Real Colegio de Medicina y Cirugía en el hospital de Santa Ana —hoy Arzobispo Loayza—, aprovechando el patio y algún laboratorio del establecimiento; sin embargo, finalmente fue edificado al frente de la Plazuela Santa Ana —hoy Plaza Italia—, siendo colocada la primera piedra el 1 de junio de 1808 y finalizada la primera aparte de la construcción en 1811. El director de la primera junta directiva de San Fernando fue Unanue, teniendo como primer rector al padre Francisco Romero. Finalmente, por Real Cédula del 9 de mayo de 1815 fue denominado como Real Colegio de Medicina y Cirugía de San Fernando (Delgado & Rabí, 2007, pp. 5464). En San Fernando se reemplazaron los estudios basados en la mecánica repetición del latín y en una concepción escolástica por un plan de estudios que privilegiaba la observación científica, la medicina práctica, las ciencias naturales y la anatomía (Velásquez, 2020, p. 36).

Si bien existió una importante disposición por parte del virrey Abascal y de Unanue en beneficio del novicio Colegio de San Fernando, su desenvolvimiento fue difícil debido al contexto histórico de su creación. Los primeros años se vieron afectados por la guerra española ante la invasión napoleónica en 1808, luego por el movimiento independentista que inició en América, así como las medidas contrarrevolucionarias de Abascal. Asimismo, Unanue, su director, viajó a España en 1814 para representar a la provincia de Arequipa en las Cortes de Cádiz. En su visita a España, logró la Real Cédula de 1815 ya señalada. Retornó a Lima en 1816.

Según lo señalado por Vicuña (1860), médicos peruanos como Unanue, José Gregorio Paredes y Gavino Chacaltana se reunieron bajo cierto sigilo en las aulas de San Fernando, debatiendo sobre los destinos inmediatos de la América en vista de los acontecimientos que sucedían en Europa, y reflexionando sobre los gobiernos que debían adoptarse en las colonias en caso de una hipotética separación con la metrópoli (p. 108). En palabras de Lastres (1951), fue, pues, la “Institución Médica” uno de los baluartes de la “santa enseña de libertad” (pp. 118). Por su parte, Tafur (1822), en un discurso que ofreció en la Sociedad Patriótica de Lima en 1822, señaló que San Fernando llegó a dar asilo clandestino a patriotas que eran perseguidos por las autoridades virreinales, resaltando el caso de un mexicano de apellido Ayala (p. 3). 

A inicios de la República, San Fernando siguió jugando un papel importante en el devenir histórico de nuestro país, comprometiéndose con la gesta independentista. Juró la independencia el 30 de julio de 1821, juró el Estatuto Provisorio de San Martín el 18 de octubre del mismo año, juró obediencia al Congreso Constituyente el 26 de setiembre de 1822, a las bases de la Constitución Política del Perú el 23 de diciembre del mismo año, etc. Importante hito fue la jura de la independencia, cuyo documento señaló:

En el Colegio de Medicina y Cirujia [sic.] de San Fernando de Lima a treinta de ju lio de mil ochocientos veinte y uno: Congregados a las diez de la mañana en la Capilla de dicho Colegio, el Rector, maestros y alumnos que subscriven [sic.]: en cumplimiento de lo mandado por el Excelentísimo Señor Don José de San Martín, Capitan general, General en Xefe del Exercito [sic.] Libertador del Perú, en oficio de 23 del corriente dirigido al dicho Sr. Rector: se procedió a prestar el Juramento de la Independencia del Perú con arreglo a la formula impresa que és del tenor siguiente: ¿Jurais á Dios y á la Patria sostener y defender con vuestra opinion, persona, y propiedades la Independencia del Perú del gobierno español, y de cualquier otra dominación extranjera? Si asi lo hiciereis Dios os ayude, y si nó él os lo demande. Y habiendo jurado en manos del Señor Rector los citados maestros y alumnos uno á uno con las manos pues tas sobre los Santos Evangelios y conforme á la expresada fórmula se concluyó entonando el Te Deum para dar gracias al Supremo arbitro de los Imperios p. el singular beneficio que hace ál Perú, y manifestando los concurrentes su regocijo con repetidas vivas a la Patria: lo que firman para su constancia (Lastres, 1951, p. 122).

Cabe señalar que el 27 de agosto de 1821 San Fernando pasó a llamarse Colegio de la Independencia, en homenaje a la activa participación en la gesta independentista de sus docentes y alumnos, nombre que conservó hasta 1856 (Valdizán, 1911, pp. 148-149).

Salud y enfermedad durante la guerra de independencia peruana, 1821-1826

El Perú es desde este momento es libre e independiente… y enfermo:

Consecuencias del cerco de Lima en materia de salud

A principios de 1821 la ciudad de Lima, centro administrativo del Virreinato del Perú, se encontraba cercada por el ejército, tropas, guerrillas y montoneras del bando patriota. José de San Martín se encontraba en el Cuartel General de Huaura, mientras que las huestes de Francisco de Paula Otero y Juan Antonio Álvarez de Arenales lideraban las tropas alrededor de Lima. El objetivo era cortar el suministro de alimentos que llegaban desde la sierra, buscando agotar las fuerzas del virrey y obligarlo a abandonar la ciudad. Su plan tuvo éxito, pues los realistas se movilizaron hacia el Cuzco, donde estuvieron establecidos hasta a fines de 1824. Esto permitió el ingreso de San Martín a la capital en julio de 1821, proclamando la independencia el 28 del mismo mes. Sin embargo, el costo del asedio fue elevado, pues el hambre, frío y enfermedades mermaron las tropas de ambos bandos y afectaron gravemente la salud de los habitantes de la prestigiosa Ciudad de los Reyes, incluso muchos después de proclamada la independencia en Lima el 28 de julio de 1821. 

Una carta fechada en Lima el 27 de marzo de 1821 e inserta en El Pacificador del Perú informaba sobre las duras condiciones de Lima en el contexto del cerco patriota, así como las medidas tomadas por la administración realista: 

Ya no hay valor para resistir tanta persecución, para resistir tanta persecución, para soportar las ejecuciones clandestinas y arbitrarias, para sufrir la carestía de víveres. El arroz está á 12 pesos botija, y el maís [sic.] á 10 pesos fanega: la libra de frijoles vale 2 reales; las papas medianas 1, y las chicas 1 y medio cada una. El pan de 3 onzas se vende á real, y muchas veces no se encuentra. La arroba de chocolate cuesta 10 pesos, la de azúcar 5; y aún las yucas y camotes están por un sentido. De carne no se hable. Semejante estado me hace temer que, si no hay alguna variación dentro de un mes, perece la mitad de la población. Ya hán echado mano de la plata labrada de los templos; y han puesto en contribución general á todas las clases, sin perdonar hasta los puestos de frutas (Anónimo, 1821, p. 2). 

En relación a las bajas en el ejército patriota, un testimonio desde Bujama (Mala, Cañete, Lima), con fecha del 13 de julio de 1821, informó lo siguiente: “De ayer a hoy hemos encontrado treinta y nueve enfermos, de los cuales han muerto cinco: no creo que sobreviva la mitad” (Anónimo, 1821, p. 5). Por su parte, el viajero británico Robert Proctor, quien estuvo en Perú entre 1823 y 1825, señaló que “Su ejército sufrió horriblemente aquí por las enfermedades; 2,000 de los 4,000 hombres que trajo de Chile, murieron en los cuarteles” (p. 219). Otro testimonio es ofrecido por el marino inglés Mathison (1971), quien el 17 de abril de 1822, luego de conocer a “un oficial inglés que comandaba un regimiento del ejército patriota” (p. 292), anotó lo siguiente sobre las tropas: 

El regimiento estaba integrado por criollos españoles, mestizos e indios nativos peruanos. Su apariencia ciertamente daba crédito a los talentos y disciplina de su comandante, y era lúcida por sus nuevos uniformes azules. Sin embargo, muchos estaban inhabilitados por la terciana o fiebre y escalofríos, una enfermedad muy frecuente en Lima (pp. 292-293).

También es rescatable lo señalado en La Abeja Republicana (1822), periódico que tuvo entre sus redactores a José Faustino Sánchez Carrión, en donde se señaló que “La fuerza total del ejército libertador, esto es del que vino de Chile, apenas llegaba a mil seiscientos hombres, porque los demás perecieron en los hospitales de Huaura” (p. 5). Cabe señalar que, según Alberto Tauro del Pino (1971, s.p.), las cifras en las cuales se pretendió reflejar el estado de las fuerzas patriotas en La Abeja Republicana son inexactas.

La Expedición Libertadora contó con 4,365 hombres, y en Pisco fue engrosada con más de 600 criollos y negros; además, en Huaura se agregaron nuevos refuerzos, como el batallón Numancia. Y aunque una epidemia de viruela hizo allí numerosas bajas, aquellas fuerzas no perdieron su efectividad en el cerco, entrada y control de Lima en 1821. 

Algunos generales patriotas cayeron víctimas de la enfermedad. El propio general José San Martín se encontraba a fines de enero de 1821 “indispuesto de la salud” y “con prevención del médico de que se abstenga por ahora [sic.] del trabajo mental” (Temple, 1971, pp. 223-226), por lo que la correspondencia emitida desde Huaura fue rubricada José Antonio Álvarez de Arenales.  En iguales condiciones se hallaba el jefe del estado mayor de la sierra León Cordero a fines de abril de 1821(Temple, p. 278). Otro caso fue el del jefe guerrillero José María Rivera en mayo de 1822, quien tuvo que renunciar a sus facultades en favor de Ignacio Quispe Ninavilca “por mi grave enfermedad, pues en la fecha estoy tan postrado en la cama que me es imposible hacer ningún servicio” (Temple, 1971, p. 193). José Herrera, teniente de caballería de milicias, se halló en un estado deplorable por “mi grave enfermedad” a fines de 1823 (Temple, p. 220).

Por otro lado, desde el ejército realista, podemos rescatar un documento reproducido en la Gaceta del Gobierno¸ posiblemente de autoría de José de Canterac (1822), el cual señala: “la indecible miseria y las horrorosas enfermedades de que se ve inundada la desgraciada Lima, han obligado a varias gentes [realistas] a abandonar aquel país, eludiendo para salir la rigurosa policía de los enemigos [patriotas] […]” (p. 3). El jefe guerrillero de Yauyos Juan Evangelista Vivas informó el 17 de agosto de 1821 que las divisiones enemigas del virrey José de La Serna y del general José Canterac, reunidas en Jauja, se encontraban reclutando “alguna gente, de los paisanos prófugos que encuentran” para acrecentar sus filas, disminuidas producto de la guerra y los desertores, “añadiéndose también que la ocasiona la epidemia” (Temple, p. 348). Por su parte, el patriota José María Artola informaba que “Aseguran que los enemigos tienen cerca de 1,000 enfermos” (Temple, p. 235). El 2 de junio de 1823 se registró que “la enfermedad de Canterac que se le ha reducido en tercianas y le da dos veces al día lo tiene sin alientos” (Temple, p. 10).

Como ha reconocido Arana (2000), los médicos y cirujanos del ejército eran insuficientes para atender a tantos enfermos, adicionando el hecho que “los soldados chilenos, fuertes y vigorosos para soportar las más penosas fatigas y las más duras privaciones, no podían sustraerse a los efectos de […] [las] influencias climatológicas” (p. 134). La falta de medicina hacía más penosa aquella situación, pues las que se habían traído desde Valparaíso no eran suficientes para luchar contra las enfermedades, y las que se solicitaban con apuro no llegaban, a veces, a tiempo. Según el testimonio ofrecido por Francisco Javier Mariátegui (1869), miembro del primer Congreso Constituyente de 1822, a inicios de 1821 en las boticas se agotaron los medicamentos (p. 41). En medio de esa vorágine, los enfermos recurrían con frecuencia a un reconocido médico y cirujano afrodescendiente llamado era José Manuel Valdés, quien, resultado de su experiencia en el campo, publicó su Memoria sobre las enfermedades epidémicas que se padecieron en Lima el año de 1821 (Lima, 1927). El texto, redactado a modo de diario de medicina, es una narración compleja sobre las vivencias, opiniones y análisis de casos médicos realizados por el autor, el cual reflexiona sobre los principios de la medicina de inicios del siglo XIX y las teorías más preponderantes de su tiempo.

Valdés enumeró un conjunto de causas por las cuales Lima cayó en un estado social de epidemias y altísima mortandad en 1821. Por ejemplo, reconoció que la epidemia de fiebre biliosa o amarilla que azotó Lima en 1818 había debilitado los organismos de los habitantes de la capital, siendo presa fácil de enfermedades durante el asedio independentista. También señaló que entre las causas de las epidemias de 1821 estuvieron los efectos de la guerra de independencia, la cual “nos privó […] del uso saludable de la nieve, de buen pan y de sanos alimentos, y que alteró nuestro espíritu con el inminente riesgo de perder las propiedades y la misma vida” (Valdés, 1827, p. 27). Por ejemplo, Valdés testimonia sobre el mal estado del pan, el cual estaba siendo trabajado con harinas que llegaron al puerto en barcos extranjeros después de haber estado en el mar por dilatado tiempo. Ello conllevó a que temporalmente se abandonara el empleo de harinas y con ello la escasez del pan. Por otro lado, la carne era tan mala y escasa como el pan, por lo que las clases populares se mantenían con vegetales, “poco nutritivos y de difícil digestión” (Valdés, 1827, p. 29). Así, muchos pobres pasaron días sin comer. 

Contribuyó también el hacinamiento de hospitales, los cuales de por sí eran escasos e insalubres (Valdés, 1827, p. 29). Revisando la Gaceta del Gobierno de Lima Independiente, por ejemplo, puede vislumbrarse los hospitales que funcionaban en Lima y Callao para 1821 y 1822: el hospital de Santa Ana —hoy Arzobispo Loayza—, el de San Andrés —el más antiguo de Perú y Sudamérica—, el de San Bartolomé, el de San Lázaro, el militar de Bellavista, entre otros, además de algunas casas en las que se improvisaban tratamientos médicos. 

Otra de las causas señaladas por Valdés (1827) fue el estado moral de los habitantes de Lima, la cual fluctuaba entre el temor y la esperanza (p. 31). Un escenario al respecto es señalado por Valdés (1827):

Cual lloraba á su padre, á su hijo ó a su marido muerto ó prisionero en la campaña, ó en riesgo de perecer por su opinión en un caldaso [sic.]: cual al que voluntariamente se expatriaba [sic.]; y cual rendía su postrer aliento al lado de sus caros y tiernos hijos que morían de indigencia. Se hizo más común el sobresalto por haberse divulgado que el ejército libertador saquearía la ciudad en caso triunfase: y así tanto las familias patriotas como los realistas temían ser presa de las feroces montoneras que estrechaban el asedio (p. 30).  

Resultado de las condiciones señaladas en la Lima de 1821 fue el desarrollo de determinadas enfermedades a niveles epidémicos. Una de estas enfermedades fue la “angina ulcerosa maligna”, “observada por primera vez en Lima” para dicho entonces (Valdés, 1827, p. 8). Una definición para la época fue ofrecida por el médico español Pascual  (1784): “Morbus acutus gutturis, aut faucium, cum inflammation, dolore, rubore, deglutiendi, et respirandi difficultate, febre acuta, et ulcere maligno in his partibus apparente […]”[1] (p. 4). Un método curativo empleado en Lima era la sangría médica, la cual consistía en extraer sangre del paciente, pues su “exceso” en el cuerpo era considerado maligno y causa de algunas enfermedades. Esta extracción podía ser realizada a través de cortes quirúrgicamente controlados. Otro era la administración sustancias eméticas, es decir, que provocaran o estimularan el vómito. Sin embargo, Valdés (1827) criticó el empleo de ambos procedimientos, pues habían sido rebatidos por la ciencia médica más reciente; en su lugar, recomendó el consumo de quina, la cual había cobrado fama mundial por sus propiedades farmacológicas y medicinales (pp. 11-12). Para tratar las úlceras en las amígdalas, empleaba el gargarismo para luego palparlas con una mezcla de jarabe rosado con ácido sulfúrico. En el caso de ser más notoria la fiebre, recetaba suero tamarindado o suero de tamarindo. 

En 1821 también se padeció de una epidemia de sarampión, calificada por Valdés (1827) como “la más benigna que he visto” (p. 12). Otra enfermedad fue la “cólera morbo”, principalmente en la primera —es decir, entre setiembre y diciembre de 1821—. Si bien Valdés (1827, p. 12-13) considera la enfermedad como endémica a la población limeña, se vieron en dicho año muchos más enfermos. Siguiendo al médico afroperuano:

Atacaba a unos después de haber comido con exceso ó bebido licores espirituosos; y a otros sin causa manifiesta. Las deyecciones eran al principio biliosas, y después blanquecinas ó serosas. Sobrevenían a ellas prontamente sed intensa, calor [sic.] en el interior del vientre, frialdad en los extremos [sic.], pulso pequeño y frecuente, hipo, calambres y otros síntomas ominosos […] (Valdés, 1827, p. 13). 

El tratamiento común era el consumo de nieve, con lo cual “el vómito se suspende, las evacuaciones se minoran, el hipo desaparece, y el pulso se levanta y arregla” (Valdés, 1827, p. 14). La comercialización de la nieve en la ciudad de Lima fue común durante el periodo colonial, especialmente el verano. Las estaciones de acopio o almacenaje fueron las de Quilcamachay, Punapampa y Huachipa, que se unen en una ruta que hasta nuestros días es llamada la “ruta del hielo” o el “camino de nievería”, bajando de la cordillera a la ciudad de Lima (Carcelén, 2012, p. 51). 

A la entrada de la primavera de 1821 también se desarrollaron muchas tercianas o chucho, la cual era una fiebre que se repetía cada tres días —de ahí el nombre—. Cabe señalar que el chucho “es la misma [enfermedad] que en otros países […] se llama Paludismo, Malaria, Fiebre Intermitente, Fiebre Palustre, etc.” (Departamento Nacional de Higiene, 1912, p. 3). Según Proctor (1971), el chucho era común en invierno, que “dura de junio a noviembre, y se le considera la parte del año más malsana del Perú”, especialmente en la costa (p. 296). Era una dolencia tan común en Lima que, si cualquiera del círculo de amigos se ausentaba, se tenía por seguro que estaba en cama con chucho. Además, era predecible que algún habitante que bajase de la sierra padeciera de dicha fiebre intermitente (Caldcleugh, 1971, p. 192). Otra enfermedad común en la capital era la sarna, la cual “es tan dominante, y virulento en Lima, que los médicos del país francamente declaran no poder librarse de él”, afectando incluso a las más respetables familias una vez que se introduce por accidente (Proctor, 1971, p. 296). 

Los síntomas del chucho, por ejemplo, a veces podían confundirse con las de otras enfermedades, como el cólera morbo, lo que conllevaba a dictar recetas equívocas en perjuicio del paciente (Valdés, 1827, p. 17). Y es que, en la práctica médica, en muchos casos, fue todo un reto la presencia de abundantes enfermedades. Por ejemplo, el doctor José María Falcón narró en un informe sobre “uno de los casos más raros” que se le presentó en su labor como médico del hospital militar en Trujillo, a mediados de 1824. El caso era de Manuel Lezcano, mestizo de 30 años, soldado del batallón del Istmo de Panamá, quien padecía en la lengua de “una úlcera pútrida muy hedionda y bullendo en ella asquerosísimos gusanos”, lo cual se reflejó agudas contracciones musculares en la espalda, cuello y mandíbula (Falcón, 1824, s.p.).

Además de las causas de las enfermedades ya señaladas, Valdés también deduce la posibilidad de que existan factores como el clima y las estaciones que influyan de manera directa en el desarrollo de las enfermedades. Por ejemplo, sobre la influencia del clima y las estaciones en las enfermedades. Valdés (1818) señaló lo siguiente para la epidemia de Lima de 1818:

Cuando nos prometíamos un estío y saludable por la regularidad de los días desde fines de diciembre [de 1817], habiendo variado la estación notablemente a principios de enero, se manifestó la epidemia que con rapidez se ha propagado por la ciudad y sus suburbios. Desde aquella época en medio de un calor bien fuerte hemos visto la atmósfera cargada de nubes en las mañanas y tardes, y en las más de estas han soplado los sures sin la fuerza necesaria para arrojar las nubes al otro lado de los cerros inmediatos y despejar nuestro cielo, y con la suficiente para suprimirnos el copioso sudor y transpiración y producir la epidemia (p. 137).

Esta fue una clara influencia de Unanue, de quien Valdés fue discípulo. Unanue había publicado en 1806 su Observaciones sobre el clima de Lima, y sus influencias en los seres organizados, en especial el hombre, en cuya tercera sección resaltó la importancia particularidades climáticas y ambientales en el origen, la recurrencia y la contagiosidad de las enfermedades. Como ha señalado Lossio (2003), las ideas médicas defendidas por Unanue crearon un paradigma y fueron hegemónicas en el Perú a lo largo del siglo XIX, especialmente la asociación entre salud, clima y las condiciones ambientales (p. 42). 

Otro testimonio, el del viajero británico Caldcleugh (1971), quien exploró el Callao y Lima en 1821, señaló lo siguiente sobre la influencia del clima en la salud de los peruanos: 

Por ser las características de este clima el calor y la humedad, las enfermedades endémicas son casi todas del tipo tropical. Mientras que las enfermedades más comunes son, como en todo clima cálido, las fiebres de distintas clases y las afecciones al hígado, también se encuentran las más comunes, tales como asma, tos y otras enfermedades del aparato respiratorio que siempre se han considerado peculiares del clima frío. Pero éstas se presentan durante el mes de verano. El general el clima no es malsano, y hay algunos casos de longevidad [...] (pp. 191-192)”.

Por su parte, el médico francés Abel Victorino Brandin publicó en Lima en 1826 De la influencia de los diferentes climas del universo sobre el hombre y en particular, de la América Meridional, dedicada a Unanue. El libro fue resultado de su experiencia en su paso por Sudamérica, específicamente en los años de la guerra independentista argentina, chilena y peruana. El acápite dedicado al Perú describe las características geográficas y climatológicas del país, concluyendo que de la gran variedad de ellas se deduce una gran diversidad de condiciones físicas y de enfermedades entre sus habitantes. Sobre el indio, por ejemplo, señala:

El temperamento más común del indio del Perú es el bilioso ó el linfático: allí la estatura es mediana, y aún menor. En las costas, sobre todo sus fuerzas son pocas, la debilidad, la flojedad le son naturales. Es más robusto, más sobrio en la sierra. […] Es débil la construcción de sus cuerpos: tiene poca limpieza, comen mal, abusan del aguardiente y de las bebidas fermentadas, como la chicha y el guarapo […] Este modo de vivir y las cualidades del clima los debilitan y disponen á las enfermedades (Brandin, 1826, pp. 47-48).

Medicina tradicional y supersticiones

Ciertas enfermedades, por su extensión y frecuencia, llegaron a ser aceptadas como parte de la vida cotidiana de una población, como por ejemplo la ya señalada viruela entre las poblaciones indígenas. Sin embargo, ello no significa que no se desarrollen ciertas prácticas nacidas en el seno de la cultura popular, a la par de los avances científicos en materia de vacunación y medicación, o ante la inexistencia de ambos. Nos referimos a la medicina tradicional y a las supersticiones, las cuales siguen teniendo presencia incluso en nuestros días.

En 1823 el viajero francés Lesson (1971) visitó el Perú y realizó una descripción de las prácticas entorno a la salud en Paita. Según el viajero, ante la inexistencia de un médico en la localidad, a pesar de que la población era frecuentemente atacada por enfermedades, había un padre capuchino, analfabeto, el cual “era el único que ejercía en la región un empirismo primario” (Lesson, 1971, p. 294). El capuchino, resultado de su experiencia, había inventado una “receta preciosa”, “infalible para curar el dolor de dientes, los callos de los pies, la disentería; en una palabra, todas las enfermedades humanas” (Lesson, 1971, p. 294)”. El testimonio del capuchino respecto a su remedio era el siguiente: “[…] mi descubrimiento es el fruto de una inspiración divina y de la práctica. Yo no le he buscado en absoluto en los libros, pues no leo nada” (Lesson, 1971, p. 294). 

Siguiendo con el testimonio, entre los usos domésticos para combatir la fiebre amarilla en Paita estaba el consumo de la raíz de chininga, cuyas propiedades febrífugo la transformaban en un remedio soberano. Otra planta con las mismas propiedades era el chuquirao, cuyas hojas y flores eran hervidas y consumidas como una infusión. Así, según lo señalado por el viajero:

Yo he visto a una dama de Piura, que me confesó haber sido atacada por esta última enfermedad [la fiebre amarilla]; que, privada de atención médica, había utilizado la raíz de la chininga, con lo que había sido curada radicalmente, en dos veces cada veinticuatro horas (Lesson, 1971, p. 371).

Sin embargo, la medicina tradicional no era la única solución empleada por los paiteños ante la presencia de enfermedades. La superstición fue otra práctica común. Por ejemplo, en el poblado de Colán, Paita, Lesson observó que algunos hombres y mujeres por igual llevaban curiosos amuletos en sus cuellos. Éstos era collares adornados con pequeñas bolsitas de cuero, todas embellecidas, en las que iban guardados sagrados apuntes de algunos versículos de la Biblia. A estos amuletos se les atribuía toda clase de virtudes, como curar enfermedades y alejar los maleficios (Lesson, 1971, p. 384).

Respuesta desde el Estado para combatir las epidemias en Lima

En este contexto social de epidemias y altísima mortandad, San Martín puso en práctica algunas medidas durante su presencia en el Perú. Por ejemplo, desde el cuartel general de la Legua, el 18 de julio de 1821, decretó la abolición del estanco de la nieve por dos meses, la cual era consumida para el tratamiento de ciertas enfermedades. El objetivo era facilitar la adquisición del producto, eliminando las trabas tributarias que gravaban sobre el comercio de la nieve en la capital. Según el decreto:

Informado de que los habitantes de esa heroica capital se hallan enteramente privados del uso de la nieve, de resultas de haberse fugado el asentista de ese ramo [ante la entrada de San Martín a Lima], y que ninguno la puede conducir por razón del estanco en que se halla: he determinado […] que desde este día queda abolido el referido estanco de la nieve por el tiempo de dos meses, y puede francamente cualquiera que guste hacer comercio de ella, vendiéndola al precio que pueda, con lo que se abrirá este nuevo ramo de especulación, y logrará el público comprarla a menos precio que antes (Puente, 1976, p. 335).

Por otro lado, el tabaco, empleado en ciertos procedimientos terapéuticos, fue reducido en su precio por San Martín, según lo señalado en el decreto del 25 de julio de 1821: “Conciliando en cuanto las circunstancias me lo permiten, el bien y alivio de estos habitantes, he decretado […] que el tabaco de Bracamoro se venda por ahora a mitad de precio” (Puente, 1976, p. 342). 

Una costumbre que atentaba contra la higiene pública era la costumbre de echar a las calles las bestias y perros muertos, por lo que San Martín, en su calidad de Protector, ordenó a su recientemente nombrado prefecto de Lima, José de la Riva Agüero, la confección de medidas que regulen dicho accionar. El reglamento, publicado el 27 de agosto de 1821 y dividido en siete puntos, señalaba que los serenos y guardias eran los responsables de levantar a los animales muertos de las calles de su vigilancia. Además, las personas que tirasen dichos cadáveres serían multados con 25 pesos a favor del sereno, guardia u otro individuo que descubra el hecho, lo que incentivaba todo un sistema de denuncias ciudadanas. Finalmente, restos debían ser conducidos “por cuenta del dueño a la parte del río Monserrat” (Anónimo, 1825, p. 15). 

Riva Agüero, como prefecto de Lima, también puso en práctica diversas medidas en beneficio de la higiene pública. El decreto sobre policías, serenos y comisarios del 22 de agosto de 1821 dictó una serie de medidas en beneficio de “La salud pública, la comodidad y el anhelo que debe haber en todo ciudadano” (Anónimo, 1825, p.12). Según el decreto, en primera instancia, todo ciudadano debía de cuidar que se mantenga limpia la pertenencia de su casa, cuidando “no solamente de que se barra la calle, sino también de que de su casa no se echen en la acequia basuras que impidan el curso de las aguas” (Anónimo, 1825, p. 12). Por su parte, los comisarios de barrios debían cuidar que las aceras no se ocupen de vendedores ambulantes, ni que los carruajes o caballerías ocupen el sitio destinado para los transeúntes; asimismo, cuidarían de que no se vacíen en la calle los orines o que las casas y las tiendas derramen aguas en el piso de las calles, sino en las acequias. Todo desacatado de lo normado sería motivo de multa (Anónimo, 1825, pp. 12-13).

Si bien la erección del Cementerio General de Lima transformó el modo en cómo se enterraban a los fallecidos, para 1821 todavía existían familias que optaban por sepultar a sus seres queridos en criptas o catacumbas cercanas a las iglesias o conventos. Por ello, San Martín (1821) decretó el 25 de octubre de 1821 que ningún cadáver se sepultara fuera del Cementerio, cualquiera que sea la clase o rango que haya obtenido en vida el difunto, pues “no se puede sepultar los cadáveres en los templos consagrados a la reunión de los fieles” (p. 135). 

Cuando el alimento escasea: La enfermedad en la Fortaleza del Real Felipe durante el Segundo Sitio del Callao

La victoria en Ayacucho y la firma de la Capitulación a fines de 1824 significó para los españoles el fin de su gobierno en América; pero no para el realista José Ramón Rodil, quien encabezó la última resistencia de la Corona para salvaguardar su otrora territorio, sitiando la Plaza del Callao y la Fortaleza del Real Felipe hasta enero de 1826. En palabras del tradicionalista Ricardo Palma (1877), quien le dedicó un apunte histórico-tradicional a Rodil, éste exclamó ante la derrota realista en Ayacucho: “¡Canario! Que capitulen ellos que se dejaron derrotar y yo no. ¿Abogaderas conmigo? Mientras tenga pólvora y balas, no quiero dimes y diretes con pícaros insurgentes [sic]” (p. 225). 

Simón Bolívar declaró a los sitiados del Callao como sujetos fuera de la ley a inicios de 1825, sumándose a ello un riguroso bloqueo comercial por mar y por tierra, el secuestro de las propiedades de los cercanos a la Plaza del Callao y el asedio de los patriotas. Estas acciones llevaron a Rodil a verse impedido de comunicaciones con el exterior, pero sobre todo a padecer de la ausencia de víveres y suministros para salvaguardar a su ejército y a las personas que se encontraban refugiadas en el Real Felipe (García, 1930, pp. 52-54). Así, como señaló Rodríguez (2017), en el último trimestre de 1825 Rodil se encontraba sumergido entre varias enfermedades imposibles de curar, la sequía y la muerte de muchas personas y médicos producto de las bombas, y balas que llegaban en diferentes direcciones (p. 174). El 22 de enero, después de varias negociaciones y complicaciones, se llegó a firma la Capitulación del Callao, conteniendo 31 artículos, que daba amnistía general a los habitantes del Callao y derecho a regresar a España a los que deseaban. A día siguiente, el ejército patriota entró a la Fortaleza del Real Felipe y levantaron bandera peruana en uno de los torreones (García, 1930, p. 81). El Callao por fin se encontraba en manos patriotas y la algarabía se escribía en la Gaceta de Gobierno (1826) para cerrar este episodio de la historia: 

Dejó de sufrir la humanidad en todo el continente, la aflicción, la sosobra [sic.] y el infortunio no volverán a aparecer entre nosotros […] las hojas de laurel cortado en el Callao son la contraseña de la calma inalterable, que ha sucedido a las lágrimas y sangre vertidas por conquistar la libertad (p. 1).

Según la memoria del sitio del Callao escrita por Rodil (1955), el 31 de diciembre de 1824 se contaba con un total de 3003 individuos, entre fuerzas efectivas, políticos, refugiados, etc.; sin embargo, para el 23 de enero de 1826, poco después de la capitulación del Callao, solo quedaron 870, pues 785 murieron en combate, 38 desertaron y 1312 fallecieron por enfermedades, representando un número muy grande en comparación de otras bajas (pp. 296-297). Además, de los 870 que quedaron, padecían de escorbuto 661 —aunque catalogados como sanos y fuera de peligro— y estaban en atención hospitalaria 151 (Rodil, 1955, p. 297). Asimismo, sobre las enfermedades durante el sitio, Rodil (1955) señaló lo siguiente: “[…] me están atormentando las enfermedades de escorbuto, vicho o disentería e hidropesía, peculiares de navegaciones y sitios largos, y obran en la guarnición como epidemia mortífera” (p. 70). Según Vargas (1908, p. 32), Rodil, para librarse del contagio, se dejó abierta dos úlceras que padecía, pudo eximirlo del remordimiento de ser la causa de tantas víctimas. 

El número de refugiados en el Real Felipe era considerable. Entre ellos se encontraba José Bernardo de Tagle, marqués de Torre Tagle, quien se había refugiado ante la persecución política que recibió de Simón Bolívar. Su fortuna había desaparecido, “[…] dando por una gallina su última cuchara de oro” (Vargas, 1908, p. 31).  Torre Tagle fue víctima del escorbuto en la madrugada del 23 de setiembre de 1825, cuya muerte había sido antecedida por la de su esposa y la de uno de sus pequeños hijos, quienes lo acompañaban. Rodil dispuso de su testamento, que constaba de algunos pesos, joyas y reliquias que había llevado a la Fortaleza (Rodríguez, 2017, p. 176). 

Participación de los profesionales de la salud en la guerra de independencia peruana

Los médicos tuvieron una importante participación en la gesta emancipadora peruana, sea desde el debate intelectual o en el escenario de guerra. Desde el plano de lo intelectual, su participación en la prensa liberal fue resaltante, sea como directores, editores o encargados de la subscripción. Por ejemplo, entre los impulsores del Mercurio Peruano (Lima, 1790-1795), órgano de la Sociedad de Anantes del País, estuvo Unanue, siendo José Manuel Valdés uno de sus ocasionales redactores. Unanue, bajo el seudónimo “Aristo”, contribuyó con artículos que buscaban impulsar cambios sociales e ideológicos en la sociedad colonial. Resaltante fue su artículo "Idea general del Perú", publicado en el primer número de la revista (2 de enero de 1791), donde expuso la idea de una patria peruana, pensando al Perú como una unidad geográfica, con una identidad propia, sea esta humana o natural. 

Por otro lado, estuvo el periódico Verdadero Peruano (Lima, 1812-1813), semanario publicado bajo los auspicios del virrey Abascal, teniendo como director al presbítero Tomás Flores. Este semanario podría ser considerado la publicación con mayor participación de médicos para estos años, resaltando la presencia del médico ítalo-peruano Félix Devoti, José Pezet, Valdés y Unanue. Devoti también participó en Argos Constitucional de Lima (Lima, 1813) y Nuevo día del Perú (Trujillo, 1824), ésta última en coordinación con Unanue; mientras que Pezet dirigió El Peruano Liberal (Lima, 1813). 

Los médicos también formaron parte del debate ideológico de los primeros años del Perú republicano. José Gregorio Paredes, Tafur, Unanue, Moreno, Devotti, Valdés, entre otros, formaron parte de la Sociedad Patriótica de Lima, creada durante el Protectorado de San Martín en 1822 con el fin de reunir a un grupo de lo más selecto de la élite intelectual peruana para que discutan sobre materias que puedan influir en el mejoramiento de las instituciones, siendo el debate más importante el referido a la forma de gobierno que más le convendría al Perú.

Desde la participación en la guerra de independencia peruana, rescatable fue el caso de Unanue. En las Conferencias de Miraflores formó parte de la comisión que representó al virrey; al firmarse el acta de independencia el 15 de julio de 1821, Unanue plasmó su firma junto con otros médicos como Tafur, Pezet, José Manuel Dávalos, José Vergara y José Eugenio Eizaguirre; durante el Protectorado de San Martín, fue el primer ministro de Hacienda, pasando luego por la cartera de Relaciones Exteriores durante el periodo bolivariano; fue uno de los fundadores de la Orden del Sol y miembro de la Sociedad Patriótica de Lima; se desempeñó como diputado por Puno en el Primer Congreso Constituyente, entre otros cargos más. 

Como ha sintetizado Pamo (2009), los cirujanos y farmacéuticos también tuvieron una activa participación durante el proceso independentista (p. 63). Los cirujanos Benito del Barco y Nicolás Alcázar fueron hechos prisioneros por haber participado en el movimiento insurgente de Lima de 1818, siendo el último ejecutado en la Plaza Mayor; Francisco Santiago Mascote fue jefe del hospital de sangre en el combate de Junín; José Santos Moreno fue cirujano de los hospitales de San Bartolomé y San Andrés, del Escuadrón de Caballería Cívica de pardos y Cirujano Mayor durante los sitios del Callao; José Isidoro

Alcedo, un farmacéutico y cirujano que participó en los sitios del Callao; los farmacéuticos José Manuel Saldarriaga, Manuel Palacios y Mariano Egoaguirre se alistaron en las filas del ejército de San Martín cuando este desembarcó en Paracas; entre otros. Sin embargo, y aunque comprensible, la guerra de independencia peruana se tradujo un retardo para los progresos de la medicina nacional. Así lo vislumbró el médico francés Abel Victorino Brandin, del cual ya hemos adelantado opiniones. En su Anales Medicales del Perú, o Semanario de Medicina, Cirugía, Boticaria, Historia Natural, publicada en Lima en 1827 y considerada la primera revista médica del Perú, llamó la atención de la inexistencia de alguna revista médica en el territorio. Señaló que después de la publicación del Mercurio Peruano no se había impreso en Lima ningún periódico científico, de historia natural o sobre las enfermedades en el país, y que “este gran silencio debe atribuirse a la naturaleza de los gobiernos, al estado de guerra, y acontecimientos políticos que se han sucedido en el Perú” (Brandin, 1827, s.p.). Además, anota que la publicación de los Anales podía ser posible a raíz de que el país estaba regenerándose. Se publicaron un total de 5 números, en los cuales insertó estudios sobre la higiene pública, la úlcera, la quinina — especial interés de Brandin— historia natural, fisiología, entre otros (Pamo, 1997).

Un estudio de caso: El médico y poeta afrodescendiente José Manuel Valdés

En medio de esa vorágine de la guerra de independencia del Perú, los enfermos recurrían con frecuencia a un reconocido médico y cirujano afrodescendiente llamado era José Manuel Valdés. Valdés fue hijo de Baltazar Valdés y de María Cabada, vecinos de Saña, Chiclayo. Sobre la fecha de nacimiento, no hay constancia exacta: Manuel de Mendiburu (1890) señala que “nació en Lima á mediados del siglo XVIII” (p. 219), mientras que Lavalle (1887) menciona que vio la luz “el día 19 de Julio de 1767 en un pobre aposento” (p. 176). Como mulato que era, su posición dentro de sociedad de castas era bastante desfavorable. En palabras Bambaren & Valdizán (1921), “nacía condenado, por la raza, a la más completa obscuridad de actuación en la vida” (p. 7); sin embargo, Valdés demostró desde muy pequeño una capacidad intelectual inusual para su edad. Fue justamente esa facilidad y talento para el estudio, acompañado de un trabajo constante, lo que le ayudó a romper con esas barreras sociales que le fueron impuestas desde su nacimiento.

Gracias a una pareja de españoles que se ofrecieron a financiar sus estudios, Valdés fue matriculado en el agustino Colegio de San Ildefonso. Años más tarde siguió estudios con los médicos Juan de Roca e Hipólito Unanue, tras lo cual el Real Tribunal del Protomedicato, presidido por Juan de Aguirre, le otorgó el título de Cirujano Latino en 1788. A partir de entonces, logró posicionarse como un importante intelectual, publicando varios estudios en el Mercurio Peruano, órgano de la Sociedad de Amantes del País, bajo el pseudónimo de Joseph Erasistrato Suadel. 

Valdés fue cosechando logros hasta que, en 1806, por autorización del mismo Rey de España Carlos IV, se le permitió ingresar a la Universidad de San Marcos para cursar estudios en medicina en miras hacia el título de Doctor, situación que hubiera sido imposible por su calidad de mulato. El 4 de febrero de 1807 fue incorporado al claustro gracias a su tesis de bachillerato titulada Cuestión médica sobre la eficacia de bálsamo de Copayba en las convulsiones de los niños, la cual da una voz de alarma respecto a los graves daños de la mortalidad infantil y respecto a la conveniencia de ponerles remedios eficaces. Según los procedimientos estándares, luego de dos años Valdés debería de haber realizado una práctica médica para optar el grado de Doctor; sin embargo, a recomendación de Unanue y Roca, y teniendo en cuenta los veinte años de ejercicio de la profesión de Valdés, 9 de febrero de 1807 tuvo lugar la ceremonia del anhelado examen doctoral en el Hospital del Espíritu Santo, aprobada con éxito.  (Bambaren y Valdizán, 1921, pp. 7-9).  

Valdés llegó a ser miembro de la Sociedad Patriótica de Lima, institución creada durante el Protectorado de San Martín en 1822 con el fin de reunir a un grupo de lo más selecto de la élite intelectual peruana para que discutan sobre materias que puedan influir en el mejoramiento de las instituciones, siendo el debate más importante el referido a la forma de gobierno que más le convendría al Perú. Además, fue protomédico general del Perú, cargo que ejerció de 1836 hasta su muerte el 29 de julio de 1843 (Mendiburu, 1890, p. 222).

Manuel de Mendiburu (1890) de le dedicó una extensa semblanza en su Diccionario histórico-biográfico del Perú:

Desde 1811 era el doctor Valdés examinador de cirujía [sic.] y catedrático de clínica externa en la Real Universidad de San Marcos. Su fama había crecido sobre manera: no existían ya los facultativos de nombradía sus predecesores, y toda la sociedad rendía homenaje á su saber. Era halagado y buscado no solo como médico sabio, sino como hombre de muchas letras y erudición: tenía en su poder un breve pontificio por el cual le era permitido tomar cuando quisiese las órdenes sacerdotales. La Real Academia Médico Matritense le inscribió entre sus miembros con fecha 19 de Mayo de 1816. Era en Lima médico titular de los hospitales de San Pedro y San Juan de Dios y de varios monasterios. Ocupaba pues un lugar ventajoso y respetable cuando el Perú proclamó su independencia, y lo debía esclusivamente [sic.] á su capacidad é incansable estudio (p. 221). 

Por su parte, Juan B. Lastres (1951) señaló lo siguiente sobre el médico afrodescendiente: 

Valdés, diríamos, fue un clínico de fuste, que había atesorado toda la ciencia hipocrática de su tiempo y asistido al desenvolvimiento de las nuevas ideas. En su juventud había incorporado las ideas renovadoras impresas por la Revolución Francesa. Aquel formidable ciclón que barriera viejos convencionalismos, se dejó sentir bruscamente en el Nuevo Mundo; y, era sin duda la juventud la llamada a formar coro con las nuevas ideas de libertad, igualdad y fraternidad. […] Es un guía avanzado de la Medicina de la época (pp. 135-136).

Los aportes de Valdés no se dieron solo dentro del campo de la medicina, sino también en la poesía, de donde podemos distinguir, al menos, dos ejes temáticos, la mayoría publicada en Lima. Por un lado, estuvo la poesía patriótica, la cual fue resultado de su experiencia en la guerra de independencia peruana. Valdés conoció a José de San Martín y Simón Bolívar, a quienes les dedicó algunas odas u homenajes, como Oda a San Martín — insertada en la Lira patriótica del Perú, editada por Manuel Nicolás Corpancho en 1853— y Lima libre y pacífica, dedicada al libertador venezolano e impresa en 1825. Por otro lado, estuvo la poesía religiosa, puesto que Valdés era muy devoto. Este espíritu cristiano se puede apreciar en sus Poesías espirituales, escritas a beneficio y para el uso de las personas sencillas y piadosas de 1818, reeditada en 1836, su primera publicación en el rubro y que antecede a muchos otros poetas afrodescendientes en el caso de nuestro continente americano; además, publicó la oda La fe en Cristo triunfante en Lima en 1828.

Entre sus obras literarias estuvieron Salterio peruano o Paráfrasis de los 150 salmos de David de 1833, reeditada en París en 1833, sobre la cual el historiador español Marcelino Menéndez y Pelayo (1894) dedicó las siguientes palabras, comparando a Valdés con grandes escritores españoles: 

Dejando aparte estos rezagos del siglo XVIII, la literatura peruana del siglo XIX empieza propiamente con el médico D. José Manuel Valdés y el diplomático José María de Pando. El Dr. Valdés, protomédico del Perú y director del Colegio de Medicina y Cirugía de Lima, ocupó honesta y piadosamente sus ocios en una traducción de los Salmos, muy notable por la pureza de lengua y por la sencillez dulzura del estilo, que sabe á Fr. Luis de León en muchos trozos. Como hablista tiene muchas semejanzas con Gonzáles Carvajal; como versificador le lleva innegablemente ventaja en variedad y armonía. Don José Joaquín de Mora celebró bellamente en una oda esta noble y decorosa versión del Salterio, que es, sin duda, la mejor que ha salido de América, y una de las mejores que tenemos en castellano (pp. CCLXI-CCLXII).

También publicó Vida admirable del bienaventurado Fray Martín de Porres en 1840, reeditado en 1863, en donde defendió la necesidad de exaltar y eternizar la memoria de dicho santo dominico y con ello a la población afrodescendiente en el Perú, lo cual nos permite calificar a Valdés como un adelantado a su tiempo. 

Valdés, resultado de su experiencia en el campo, publicó su Memoria sobre las enfermedades epidémicas que se padecieron en Lima el año de 1821 (Lima, 1927), dedicada al gran mariscal Andrés de Santa Cruz, sobre la cual ya hemos hecho referencia en nuestro trabajo. El texto, redactado a modo de diario de medicina, es una narración compleja sobre las vivencias, opiniones y análisis de casos médicos realizados por Valdés, quien además reflexiona sobre los principios de la medicina de inicios del siglo XIX y las teorías más preponderantes de su tiempo. También podemos encontrar en sus obras varias referencias a médicos europeos y a estudios extranjeros, lo que refleja la sólida y permanente formación de Valdés, siempre al día del acontecer mundial, de los nuevos avances y descubrimientos.

Durante estos años estaban en vigencia, básicamente, dos teorías médicas: la teoría humoral y la teoría miasmática de la salud. Por un lado, la teoría humoral proponía que la salud humana estaba basada en el equilibrio de los fluidos del cuerpo, como la sangre, flema, bilis, entre otros. Estas ideas tuvieron su origen en la antigua Grecia de la mano de Hipócrates, padre de la medicina occidental. Por su parte, la teoría miasmática planteaba que los males y enfermedades que aquejaban a las personas eran causados por elementos en su medio ambiente, como las llamadas “miasmas”, categoría empleada para describir a las emisiones dañinas que desprendían los cuerpos fallecidos, materias en descomposición o aguas estancadas y otras sustancias. Esta teoría fue expuesta por Thomas Syndenham en el siglo XVII y permitía explicar el origen de las epidemias desde la mirada de la sanidad urbana y el cuidado personal. A diferencia de las dos teorías señaladas, la teoría microbiana se desarrollaría recién en la segunda mitad del siglo XIX, la cual ofrecía curas más adecuadas para males más precisos a través del estudio de los microorganismos; paradigma de la medicina que ha seguido evolucionando con el descubrimiento del genoma humano y el hallazgo de los priones en los siglos XX y XXI. A pesar de sus limitaciones, la medicina del revolucionario siglo XIX tenía el reto de curar enfermedades en contextos críticos, como lo fue la guerra de independencia peruana, y dentro de este proceso estaba inmerso el médico Valdés. Fue un reto enfrentar las epidemias con curas tan alternativas como el hielo, la quina y los eméticos ante la escasez de medicinas o la renuencia de la población a probar procedimientos nuevos y más eficientes.

Sobre la Memoria de Valdés, existieron varias opiniones a lo largo del siglo XIX.

Nicolás Fernández de Piérola y Flores, rector del Colegio de Medicina de la Independencia (sucesor del Real Colegio de Medicina y Cirugía de San Fernando), en una comunicación inserta en la Memoria, señala: 

[…] es una obra perfecta de su género. La sana doctrina, la exactitud de las descripciones y observaciones, reinan en ella a la par de la justicia crítica y de la fuerza del raciocinio. […] que sea un requisito indispensable que todo individuo que se presente á ser examinado en las ciencias médicas posea una colección de las Memorias […] (Valdés, 1827, s.p.). 

Por su parte, el protomédico general y doctor Miguel Tafur y Zea emitió la siguiente opinión:

La [memoria] que escribió el doctor Valdés sobre la epidemia del año 21 es una obra acabada en su género, y merece por tanto ser la primera que se coloque en la colección que llegue á hacerse de las que sucesivamente se escriban [sic.] (Valdés, 1827, s.p.).

 

CONCLUSIONES

Tres importantes legados dejaron la administración del Virreinato a la República del Perú en relación a la salud, higiene y la educación médica. Primero, la vacuna contra la viruela, la cual llegó a Lima a inicios del siglo XIX de la mano de la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, formada por orden de la Corona española. Sin embargo, existieron importantes obstáculos para el transporte de la misma —resuelta a través del empleo de niños expósitos—, además del rechazo de determinados sectores de los habitantes americanos a la inoculación. Segundo, la higienización de Lima, impulsada por el virrey José Fernando de Abascal, lo cual se concretizó con el aseo de las calles, el curso libre y expedito de las aguas y acequias, la construcción del Cementerio General de Lima, entre otras. Y tercero, la fundación del Colegio de Medicina de San Fernando, la cual modernizó la enseñanza médica en Lima, proceso que venía dándose desde la creación del Anfiteatro Anatómico y las Conferencias Clínicas de finales del siglo XVIII.

Dichas medidas tuvieron una limitada continuidad durante los primeros años del Perú independiente, aunque sin la eficiencia que se buscaba. Por ejemplo, en tema de vacunación, la inoculación de la vacuna a los habitantes del territorio fue encargada a los curas, tenientes curas y a los miembros de los conventos de regulares designados por sus prelados, ello por decreto del 16 de febrero de 1822. Sobre la higienización, además de varios reglamentos de la Prefectura de Lima entorno a la limpieza de las calles, recién en 1826 se creó una Junta de Sanidad en todo el Perú. Por su parte, San Martín tuvo que decretar en 1821 que ningún cadáver se sepultara fuera del Cementerio General de Lima, pues aún continuaba la práctica de enterrar a los fallecidos cerca de los conventos. Por otro lado, el Colegio de Medicina de San Fernando, transformado en el Colegio de la Independencia, siguió funcionando aunque de modo errático y con recursos funestos, tal como sucedió también con todos los planteles educativos de la nación, pues los recursos materiales y los esfuerzos de la juventud se dedicaron a la guerra de independencia, bien militando en un bando o en otro, no dejando recursos ni jóvenes que continuaran el trabajo planteado al crearse el Colegio (Salaverry, 2006, p. 123).

Llegada de la guerra de independencia, el cerco de Lima por parte del Ejército Libertador tuvo devastadoras consecuencias en materia de salud, desatándose diversas epidemias, como la de angina ulcerosa maligna y sarampión, además de las comunes tercianas o chucho y la sarna. Al cortar el suministro de alimentos que llegaban desde la cierra hasta la capital, hambre, frío y enfermedades mermaron a la población y las tropas de ambos bandos, incluso después de proclamada la independencia en Lima el 28 de julio de 1821. 

Según el testimonio ofrecido por el médico afrodescendiente José Manuel Valdés, cuya semblanza biográfica ha sido esbozada en este trabajo, entre las causas que alimentaron las epidemias en 1821, además del cerco y los efectos de la guerra de independencia, estaban: el debilitamiento de los organismos de los habitantes de la capital luego de la epidemia de fiebre amarilla de 1818; el hacinamiento de hospitales, los cuales de por sí eran escasos e insalubres; y el estado moral de los habitantes de Lima, el cual fluctuaba entre el temor y la esperanza. Para facilitar el tratamiento de las enfermedades, San Martín optó en 1821 por abolir el estanco de la nieve por dos meses y reducir a la mitad el precio del tabaco. 

La respuesta de la población hacia las enfermedades durante los años de la guerra de independencia lo hemos podido rastrear desde el testimonio del viajero francés René Primevere Lesson, quien visitó Paita en 1823. Reconoció la existencia de ciertas prácticas nacidas en el seno de la cultura popular, como la medicina tradicional y las supersticiones, que, sumadas a la renuencia hacia la inoculación de la vacuna antivariólica, hacían estragos entre la sociedad.  

Las desgracias de las epidemias también se han podido apreciar en algunos eventos históricos específicos, como el Segundo Sitio del Callao, liderado por el realista Rodil en las Fortalezas del Real Felipe hasta enero de 1826. Ante el bloqueo patriota y la escasez de alimentos, enfermedades como el escorbuto y la disentería mataron a un tercio de los sitiados y refugiados, sin distinción de clase o raza, entre los que estuvo José Bernardo de Tagle, marqués de Torre Tagle.  Si bien el objetivo principal de nuestra investigación ha sido analizar el tratamiento de la salud y enfermedad durante la guerra de independencia peruana, tanto desde el Estado como las poblaciones locales, no buscamos ofrecer únicamente un panorama académico. Tal como señalamos en la introducción de este trabajo, es necesario también hacer un llamado de atención hacia la generación presente en base a consideraciones históricas. En otras palabras, demostrar que las actitudes anti vacunas siempre han existido y han demostrado ser un factor de retroceso y no de progreso entre la población, y que solo podremos superar al Covid-19 o a cualquier enfermedad que surja en el camino de la historia humana de una forma: juntos e informados.

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[54]  Vargas, M. N. (1908). Historia del Perú Independiente. Tomo III. Lima: Imprenta de “El Lucero”.

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[56]  Vicuña Mackenna, B. (1860). La revolución de la independencia del Perú, desde 1809 a 1819 (Introducción histórica que comenzó a publicarse en el “Comercio” de Lima, en forma de artículos críticos de Lord Cochrane y San Martín). Lima: Imprenta del Comercio por J. M. Monterola.



[1] Enfermedad aguda de la garganta o de dolor de garganta, acompañado de inflamación, dolor, enrojecimiento y dificultad para tragar y respirar, fiebre aguda, y úlcera maligna en estas partes […]”. Traducción nuestra.